Despertarse todos los días, sintiendo que cada día la cama se te hace más grande. Y con el la ausencia.
Sacas fuerza sin saber de donde para afrontar el día, tan buena actriz como te enseñaron tus tiempos de teatro para poner una sonrisa. Para tratar con la gente y que se piensen lo feliz que es tu vida.
Y eso te consume.
Conforme pasa el día, las fuerzas se agotan, llegas a duras penas a tu cama donde finalmente todos los pedazos se desmoronan. Noche tras noche.
Y te toca recomponerte. Pasar la noche en vela volviendo a pegar cada trocito. Aunque sabes que uno de esos trozos en tu pecho nunca volverá a su lugar.
Y vuelve amanecer. Vuelve la ausencia. Vuelve aparenter. Vuelve romperse.
Pero vuelve.
No tener derecho ni a una despedida. Ni a un adios.
Tan poco valgo.
Y cuanto antes aceptes que nunca va a volver, antes podrás volver a las tinieblas, a ese pozo vacío del que no debería haber salido.
Pero vuelve.
Son los versos robados, los que queman cada noche. Las palabras que tapan con su velo los puñales. La poesía dedicada a las cosas que nunca tendremos. Alimentando nuestra propia tristeza y miedo. Y dime niña, ¿qué es aquello que tanto anhelas, si nunca has tenido? Y dile niña, ¿con qué sueñas cada noche sabiendo que no ya lo habías perdido? La voz resuena en tu cabeza, ríndete, dice profunda. Ríndete y deja que la oscuridad te destruya.